Labor del profesor: escribir con temblor en las almas

Para quienes nos dedicamos a la docencia, estos meses de inicio de curso están siempre llenos de sentimientos variados. Ha terminado el periodo vacacional y es inminente volver a las aulas, reencontrarnos con colegas y volver a intercambiar ideas. Quienes damos clases nos preguntamos con emoción: ¿cómo serán los alumnos?, ¿a quiénes encontraremos?, ¿qué ilusiones tendrá cada uno de nuestros jóvenes?

En este punto, me viene a la memoria el libro de María Rosa Espot y Jaime Nubiola titulado Alma de profesor, la mejor profesión del mundo. Yo creo que ésta sí es la mejor profesión, y para dibujarlo evocaré películas muy especiales sobre este tema.

En Los Coristas, ambientada en la Francia de 1949, un profesor llega a un internado de chicos rebeldes donde el principal método de enseñanza es, en principio, la disciplina y la mano dura. En Ni uno menos, una joven de 13 años reemplazará a un profesor en una pequeña escuela rural china, y para recibir su salario hay únicamente una condición: que ningún alumno abandone la escuela.

Claro, otra gran película es La sociedad de los poetas muertos, en la que un excéntrico profesor cuestiona la enseñanza tradicional de un colegio de Nueva Inglaterra, mostrándoles el significado de Carpe Diem y la importancia de luchar por sus sueños. Rescato también La sonrisa de la Mona Lisa, donde una nueva profesora de arte da esperanza a las alumnas y les muestra cómo ser independientes. O Una mente brillante en la que un estudiante se obsesiona con lograr una teoría matemática original, tras lo cual se dedica a la docencia en el MIT.

En El Club de los emperadores se relata la vida de un profesor que se reencontrará con antiguos alumnos y tendrá la oportunidad de, una vez más, dejarles algo. Por último, si nos vamos muy atrás en el tiempo llegaremos a Al maestro, con cariño, un clásico sobre un profesor novato en los sesenta, que se enfrenta a una clase de punks, indisciplinados y alborotadores.

En todas estas películas aprecio una fibra sobre el profesor, que heredé de un gran docente y amigo, el doctor Rafael Alvira: enseñar es escribir con temblor en las almas de los alumnos.

Los profesores escribimos en las almas de los alumnos, y lo hacemos con temblor porque entramos en sus mentes y voluntades. Llegamos a un lugar sagrado, en el que al acercarnos debemos tener la voluntad firme de respetar la particularidad y la otredad de cada alumno. Hemos de tener el compromiso de transmitir lo propio, pero respetando toda diferencia y teniendo total apertura al diálogo. Si esto es así, entonces sí que es ésta la mejor profesión.

La labor docente conlleva una responsabilidad personal que se da tanto dentro como fuera de las aulas. Se da en todos los ámbitos, pues el profesor debe estar comprometido con la educación, superar las definiciones y los conceptos, y elegir aquello que enseña como parte real de su manera de vivir.

Hemos de compaginar las dos cosas: tenemos que haber saboreado el conocimiento y cimentar la solidez del conocimiento, y, junto a ello, hemos de transmitirlo con el fin máximo de que los alumnos extiendan sus alas y vuelen más y mejor que nosotros, con respeto y, más aún, con aprecio a las diferencias.

El docente debe querer a sus alumnos y cultivar el deseo de acompañar a cada uno con desprendimiento. El buen profesor no “fuerza” el aprendizaje, sino que descubre las maneras necesarias para que cada alumno elija y se apropie del saber.

El profesor que hace de su profesión una donación personal, puede transformar la vida de los alumnos. Aquel que desea, por sobre todo, la felicidad de cada alumno, pone esta noble profesión en el lugar correcto.

Yo no conozco a alguien que no se haya visto transformado por un profesor, por lo que invito a mis colegas y amigos profesores a que en este nuevo curso escolar estemos muy conscientes del rol que tenemos y seamos orgullosos portadores de los derechos y deberes de esta vocación que tenemos la fortuna de ejercer.

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