¿Qué sentido tiene lo que haces?
Cuando termina el verano, algunos se dejan llevar por la inercia de mirar el regreso a actividades con cierto recelo, tedio o pereza, mientras otros vuelven con renovada ilusión. ¿Qué mueve la aguja de un lado a otro?
La realidad es que pasamos la mayor parte del tiempo en actividades llamadas ordinarias o cotidianas. Para los niños y jóvenes es la asistencia a clases, para los adultos el trabajo, para las madres en familia el trabajo en casa, y así cada quien dedica muchas horas al día a cierto tipo de actividades regulares.
En este contexto hay un ruido de fondo: las redes sociales nos invitan a fijar la mirada en los sucedáneos de alegría y de evadir, en cambio, lo ordinario. Esta es una construcción ficticia y engañosa que nos separa de la realidad, pues vivimos deseando y soñando ser lo que no somos y hacer lo que no hacemos. Esto genera un alejamiento de nuestra propia realidad y afecta nuestra concepción antropológica de la vida, pues, de alguna manera, olvidamos o descuidamos quiénes somos, dónde estamos y para qué somos. Los desórdenes afectivos, alimenticios, ecológicos, son también resultado de esta pérdida de sentido, de esta devaluación de lo cotidiano.
Pero siempre hay otra opción. Viktor Frankl en su libro El hombre en busca de sentido, comparte anécdotas que nos permiten ver cómo incluso siendo cautivo en un campo de concentración, es posible encontrar libertad y plenitud. Frankl narra cómo descubría cada día el sentido de su vida a través del humor, el arte, la contemplación de la naturaleza, los recuerdos, la intelectualidad y la interioridad. Quizás esta frase lo refleja: “Los intentos para (…) ver las cosas bajo una luz humorística son una especie de truco que aprendimos mientras dominábamos el arte de vivir, pues aun en un campo de concentración es posible practicar el arte de vivir, aunque el sufrimiento sea omnipresente.” Su testimonio nos recuerda que, incluso, en una desgracia, hay sentido y algo que merece la pena.
En La bailarina de Auschwitz de Edit Eger vemos también esta realidad: los valores familiares y la esperanza del reencuentro hacen de cada día de espera un leitmotiv que llena de sentido la existencia. Hoy por hoy no vivimos (todos) en una situación de guerra o encierro como fue en su momento la triste historia de Alemania y otros países, pero sí que podemos tomar ciertos ejemplos para encontrar el sentido de nuestras vidas, pues sin este incluso lo más grande y precioso pierde valor.
Por esto, quisiera invitarte a llenar de sentido lo ordinario o lo cotidiano, porque es en este tiempo largo de nuestra existencia en donde encontramos nuestras posibilidades de crecer y ser plenamente felices. Me atrevo a decir plenamente felices, pues creo que la vida lograda cada día (Ojo: no “los logros de cada día”), nos llevan a nuestra profunda realidad, llena de subidas, bajadas, pasos lentos, caídas en picada, etcétera, pero es aquí donde desarrollamos nuestra existencia, donde descubrimos nuestro yo y el yo que tenemos en frente, la alteridad que nos rodea y nos enriquece, las diferencias que pulen nuestros modales y las oportunidades de agradecer y perdonar, de equivocarnos y levantarnos, de admirar y de sorprendernos. ¡Qué rica es la vida cotidiana, cuántas oportunidades encontramos en ella y cuánto contenido podemos vaciar en ella!
Complemento con otra reflexión cercana a este rico tema: en el día a día todos tenemos acceso en todo momento a elementos trascendentes que nos acompañan y enriquecen nuestra existencia y fungen como un cinturón de seguridad y un chaleco salvavidas. Está en cada uno descubrirlos, saber dónde están estos compañeros y usarlos cuando sea necesario, con generosidad hacia nosotros y sobre todo con humildad. Yo ya hice mi trabajo de continuamente revisitar el sentido de mis días y cuidar y apreciar mi cinturón de seguridad y mi chaleco salvavidas. Yo pagué mi cuota, ¿tú?